Personal y familia

Santiago (100 palabras)

El Valparaíso usa chaqueta negra, bufanda y barba, es bohemio y parrandero. El Coquimbo lleva un gorro blanco y jeans, es alegre y relajado. La Concepción se pone parka y guantes, y tiene un trato suave; el Valdivia, ojos profundos y risueños; la Rancagua, manos partidas. El Punta Arenas lleva su vida aparte, él con su familia. El Arica es silencioso y sonríe, no como la Serena que cada vez que me ve hace un desprecio, y eso que yo nunca la miro con lascivia. - ¿Y el Santiago? - ¡A ése ... ni me lo nombren!


Este cuento fue comentado en la revista Bifurcaciones en el 2005.

¿Por qué ChaTo?

Los origenes provienen de una amiga por correspondencia Francisca Acuña con quien me escribía bajo el seudónimo de "Dalai Chateaux" cuando estaba en cuarto medio, que me comenzó a llamar "ChaTo". Esto fue en 1992-1993.

En 1994 entre a la Uchile y mi username en el computador de los alumnos de la escuela de ingeniería era: cacastil (¡qué feo!) así que antes que me agarraran pal leseo con ese apodo, decidí ser "ChaTo".

Lo elegí en IRC, del inglés "ChaT-To" (conversar-con)

Además, me decían así cuando chico, por mi apellido, Castillo, que traducido al francés es Châteaux y se pronuncia en español ChaTó.

Me gusta como suena. En portugués significa "pesado". En chileno "cansado, abotargado, harto, hastiado". En 1998 adquirí el dominio www.chato.cl

Contrapunto cromático

"No me olvides" ... ¿conoces esas flores?. Que no daría por ver una de nuevo; aquí el paisaje es yermo, plano, fome, interrumpido sólo por matorrales verdes, como todo lo que me rodea. Incansables tardes mirando el horizonte y confundiendo nubes oscuras con el humo de un barco insensibilizaron mi retina a los colores fríos. El pasto es sólo un gris mediano, el mar, gris oscuro, el cielo, gris claro.

"Ya te olvidé" ... supongo que dirás cuando regrese ... con rabia mato animales para alimentarme, bebo su sangre roja con deleite, el fuego no es más amarillo que la bilis de una oveja. Incansables tardes mirando al sol languidecer, hundirse bola de fuego rojo sobre el mar y confundiéndo reflejos plateados sobre el agua con navíos inexistentes, insensibilizaron mi retina a los colores cálidos. El fuego es sólo un gris mediano, la sangre, gris oscuro, el cielo, gris claro.

Tres cosas que realmente valen

Uno

Estoy tomando ron. Tiene un sabor fuerte y áspero al principio, que te hace cerrar los ojos y beberlo a besitos chicos; cuando lo tragas te quema, pero después te deja la gargante clara y una sensación tibia en la güata, exquisita. No te marea al tiro, pero cuando te toma los ojos chispean, la conversación fluye y te viene una risa de adentro sobre cualquier cosa.

Dos

Te metes en la cama calladita, en un mismo gesto mueves la frazada, apagas la luz y me abrazas. Afuera llueve. Nos susurramos cosas sin sentido. Nos acariciamos sin motivo. Nos amamos. Encendemos un cigarro. Te digo que te quiero, tú me lo dices a mí. Nuestro ritual termina donde empezó, con una sensación rica de quietud, con la lluvia afuera y dentro cariño y tibieza.

Tres

En el patio de la escuela tocan hoy tres músicos de la filarmónica de Santiago, dos violines y un chelo. El día está con un sol brillante y corre viento fresco que mueve las hojas de la árboles. Me siento en una banca cerca del trío, un buen libro, me recuesto y comienzo a leer. El estudiante que hizo el contacto toma el micrófono y dice "Ahora estos tres músicos nos presentarán a Mozart", los músicos y público nos reímos. Al rato empieza un concierto breve que suena excelente. Y la música, el sol, el viento y la lectura conforman una sensación que reblandece el alma y me deja el espíritu tranquilo y la mente serena.

Vértigo

Hace frío aca arriba; desde esta azotea es otro el Santiago del centro, uno más pobre, menos glamoroso, sin sus semáforos plateados espaciales y sus vitrinas chillonas. Es un Santiago hecho de techumbres oxidadas, máquinas de lavar ventanas, y cientos de pequeños dedos chicos tirando un humo leve. Y viento, mucho viento. Y algunas cúpulas buscando a Dios.

Después de un rato de mirar alrededor, instintivamente empiezo a buscar el suelo. Lo encuentro perdido allá abajo entre dos edificios, debajo de las hormigas.

El suelo sube al mirarlo, está ahí tan cerca como un peldaño alto. El espacio que nos separa es ínfimo; la caída, de pie o con las manos, perfecta. El reto, insostenible.

Una mitad de mí se acerca a la orilla aún más, y se da vuelta para reirse en mi cara, mira el techo del edificio de enfrente, 10 pisos más bajo y con un ancho paseo peatonal de por medio, retrocede unos pasos, corre a toda velocidad y salta.

Esa mitad de mí, que también soy yo mismo, disfruta por un momento de la excitación, de la incertidumbre, saltó con todas sus fuerzas y cree lograrlo. Al cabo de unos segundos de caída comienza la desesperación, el qué estoy haciendo; ya no caigo derecho sino de lado, con los pies hacia arriba; no puedo ni siquiera voltearme a ver el suelo, sino sólo diviso la azotea cada vez más lejos. Me oigo gritar un breve instante, luego, nada.

Sobresaltado doy un paso atrás y me sujeto de una saliente en la pared, como loco camino paso a paso hacia la escalera; el viento es más fuerte porque viene cargado de pena, de planitud, de abulia, de promesas de algo distinto. Son tantas las ganas de tirarme que me vuelvo a acercar a la baranda.

"Libertad" ... "Qué fin tan absurdo" ... "Qué vida tan absurda". Me cuesta un montón rearmarme, volver a la escalera y bajar. Me cuesta más porque tengo pena y envidia. Tal vez esa mitad de mí que se atrevió es en su propio universo, más feliz.

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