Vértigo
Hace frío aca arriba; desde esta azotea es otro el Santiago del centro, uno más pobre, menos glamoroso, sin sus semáforos plateados espaciales y sus vitrinas chillonas. Es un Santiago hecho de techumbres oxidadas, máquinas de lavar ventanas, y cientos de pequeños dedos chicos tirando un humo leve. Y viento, mucho viento. Y algunas cúpulas buscando a Dios.
Después de un rato de mirar alrededor, instintivamente empiezo a buscar el suelo. Lo encuentro perdido allá abajo entre dos edificios, debajo de las hormigas.
El suelo sube al mirarlo, está ahí tan cerca como un peldaño alto. El espacio que nos separa es ínfimo; la caída, de pie o con las manos, perfecta. El reto, insostenible.
Una mitad de mí se acerca a la orilla aún más, y se da vuelta para reirse en mi cara, mira el techo del edificio de enfrente, 10 pisos más bajo y con un ancho paseo peatonal de por medio, retrocede unos pasos, corre a toda velocidad y salta.
Esa mitad de mí, que también soy yo mismo, disfruta por un momento de la excitación, de la incertidumbre, saltó con todas sus fuerzas y cree lograrlo. Al cabo de unos segundos de caída comienza la desesperación, el qué estoy haciendo; ya no caigo derecho sino de lado, con los pies hacia arriba; no puedo ni siquiera voltearme a ver el suelo, sino sólo diviso la azotea cada vez más lejos. Me oigo gritar un breve instante, luego, nada.
Sobresaltado doy un paso atrás y me sujeto de una saliente en la pared, como loco camino paso a paso hacia la escalera; el viento es más fuerte porque viene cargado de pena, de planitud, de abulia, de promesas de algo distinto. Son tantas las ganas de tirarme que me vuelvo a acercar a la baranda.
"Libertad" ... "Qué fin tan absurdo" ... "Qué vida tan absurda". Me cuesta un montón rearmarme, volver a la escalera y bajar. Me cuesta más porque tengo pena y envidia. Tal vez esa mitad de mí que se atrevió es en su propio universo, más feliz.