Los amos de la vida

Por Adriano Sofri, Repubblica.it, 10 de Julio del 2008.

Cuántas formas hay de ser padres. Es el aviso terrible que el viejo Taras Bulba pronuncia dirigiéndose al hijo: "Yo te he dado la vida, y yo te la quito". Padres cosacos de hace tantos siglos, convencidos de que al haber metido en el mundo a los hijos, tienen el deber de castigar su traición llevándoselos del mundo. Todavía hay tantos padres así. Y madres silenciosas, invisibles. Ayer, cuando la sentencia de una Corte de Apelaciones, preparada orientada por la Casación, ha liberado a dos ciudadanos italianos de la pesadilla más terrible que pueda experimentar una persona humana, el padre de Eluana - podemos llamarla todos así, con una confianza afectuosa, al menos de esto pueden servirte 16 años de agonía - ha respondido a los que le decían que qué cosa sucedería ahora: "La medicina ha hecho, la medicina lo terminará". La medicina ha pretendido darle la vida, la medicina se la quitará.

En realidad, una medicina plegada a un absolutismo de la autoridad estatal y de la moral dogmática y a los procedimientos de rutina ha acabado una vida y ha negado la muerte que era suya - "la hora de nuestra muerte" - a una joven mujer, emulando, contra los fines hacia los cuales la medicina y el amor al prójimo deberían inspirarse, la ferocidad de un atma cosaco. El señor Beppino Englaro y su mujer habían estado por más de dos años, día y noche, a la cabeza de su hija maravillosa, "la criatura más espléndida que he conocido", como dice el padre. Después, cuando ya no ha habido más esperanza, por catorce años - catorce años - han pedido a la sociedad y a su autoridades, médicas, judiciales, y de opinión, de reconocer dos cosas incontrovertibles. Que el "estado vegetativo" de Eluana era irreversible, y que por lo tanto cualquier cuidado no era más que enseñamiento extraordinario, prolongación de una agonía sin escapatoria. Y que Eluana había expresado lúcida e inequívocamente su propia voluntad, cuando el destino la había llevado, en la misma reanimación que se la haría después a ella, a medirse con la desgracia de un jóven amigo. Por catorce años, y una tormentosa seguidilla de procesos y sentencias, los señores Englaro han esperado que la sociedad y sus autoridades reconocieran la ley en sí, y han sacrificado a esta tremenda espera la ley misma de la humanidad, la que viene primero y encima de cualquier otra, y que a sus ojos no se había jamás ocultado.

Una vez más, a través de una familia, la ley del amor se mide con la del estado, y de una religión que no debería ser de estado, y que la ley del amor se ha defendido tenazmente, hasta la abnegación. Ha deseado aquello que la esperaba: "la luz del sol". No se ha cansado, esta vez, no en el gesto comprensible y tal vez al fin admirable que cortase y separase la persona del estado, ni menos el compromiso tácico e hipócrita que a menudo suple a la obtusidad: ha sido una paciencia que debería llamarse heroica, si las mismas palabras demasiado fuertes le fuesen extrañas. Escuchaba la respuesta de Beppino Englaro ayer, en el sitio de este diario, y me asustaba la calma racional y argumental bajo la cual apenas se sentía la tempestad ("Cuando la veo, rompería el mundo", había dicho, diez años atrás). ¡Un importante monseñor ayer ha querido invitar a una "menor emotividad"!. Ha querído todavía evocar apelaciones e impugnaciones y anulaciones y repensamientos, ha querido todavía llamar con el nombre ultrajoso de eutanasia la ratificación de un final que ya se ha consumado un tiempo inmemorable atrás. Como delante de las puertas de Welby, se siente la falta de este llamado: Dios lo perdone. Por todos estos años el señor Englaro ha esperado de poder usar el minúsculo adverbio "más", y ayer lo ha hecho. ¿Qué piensa de la polémica? - le preguntaban.

"No me toca más. No me importa más". Más - he aquí la palabra de la liberación. De ahora en adelante, ha dicho, esto vuelve a ser un asunto puramente familiar. Le han preguntado "¿A quién querría ver, con quién querría estar en un momento como éste?". "Me basta mi mujer". Era impresionante y grandioso el modo bárbaro de ser padre de Taras Bulba, y bellísimo el modo de ser madre y padre de los señores Englaro. Espero que la voluntad de discreción no menoscabe el sentimiento con el cual tantos de nosotros hemos escuchado la sentencia de ayer, pero es un hecho que cuando el azar, y aquél azar especialmente traidor que es la desgracia, pone en el fuego a gentes que saben tener su propia cerca privada, queda aún más claro el contraste con el espectáculo público y la cotidianidad de la lotería de fin de año. "Estamos orgullosos de vivir en un estado de derecho", ha dicho también el señor Englaro. Esta es una frase apropiada en este momento, y que contrasta con este momento. Y se ha cuidado de decir qué era antes de ayer, este estado, cuando sentenciaba a prisión perpetua en su lecho a el "purasangre de la libertad" que era Eluana.

Las preguntas de la vida y de la muerte andaban atravesando la política, que prefería dejarle a médicos brujos, curas y médicos, salvo que en su propia versión especializada, la cuestión de la guerra y de la paz, esto es, de guerra. Ahora que no puedo ser menos, ahora que la vida de los viejos no quiere terminar, y las máquinas hacen milagros, y los cuerpos de buena vida quieren asegurarse cuerpo de escolta, la política no puede seguir volteando la cabeza hacia otra parte. Pero continúa haciéndolo. A volver a invocar certezas de cura, objeciones de conciencia de médico, íntimas indiscreciones de magistrado, y unguentos de médico brujo.

10 de Julio del 2008 - ADRIANO SOFRI - Repubblica


La respuesta del vaticano es alucinante: "haría falta limitar cualquier decisión sobre la vida de las personas y se debería garantizar a cada ciudadano la certeza de que el valor de su existencia no será deteminado en base a ninguna concepción antropológica particular."